En pleno Domingo de Resurrección de esta Semana Santa 2024, que pasará a la historia de la Magna conmemoración de la Pasión y muerte de Jesús de Nazaret, las largas filas de nazarenos, bandas o agrupaciones musicales, estrenos de enseres, gentíos en las puertas de los templo para las salidas y recogida de las imágenes, devoción, rezos, lucimientos en carreras, costaleros agotados o exhausto; no precisamente por los brillantes desfiles procesionales por las calles, plazas, barrios, cada rincón de la provincia de Cádiz, sino porque se han suspendidos la casi totalidad de las estaciones penitenciales en la calle (muchas hermandades la han llevado a cabo en la intimidad sus templos).

Los más viejos no recuerdan tan pocos cortejos durante una Semana Santa con tan pocos pasos marchando a golpes de martillo o llamador delo capaz. Obviamente hay descarta estos desfiles cuando no se pudieron celebrar y citamos por ejemplo antes y muchos años después de la guerra civil española, donde los recursos económicos de las corporaciones religiosas no contaban con los recursos económicos, que hoy más o menos, si disponen cualquier cofradía por muy modesta que sea. Es más, conviene recordar que estas procesiones la sufragaban gente de bien, sin obviar, que muchos cargadores o costaleros, cobraban para ganarse un jornal cargando los pasos.

Dado que hay poco que contar sobre los pasos con Cristos, Virgenes, Santos en esta Semana, que por tradición tiene su día grande, el Jueves Santo, cuando la pasión y muerte de Jesús es el acontecimiento más representado en la historia del arte, con los evangelios como única fuente de inspiración, haciendo un estudio de la historia, tradición y teología se dan la mano en unos hechos que acabaron con dos procesos judiciales: el religioso por los judíos y el civil por los romanos.

Dicen los teólogos y exegetas de las escrituras, Jesús de Nazaret murió, posiblemente, el 7 de abril del año 30. Argumenta que es una de las fechas que, pero no es la única. Mucho se ha escrito sobre esta cuestión.

Unos hablan del 3 de abril, algunos incluso de los últimos días de marzo, otros sitúan la crucifixión algunos años después... Sin que se trate de un simple entretenimiento, no supone desde luego una cuestión capital a la hora de interpretar lo que los cuatro evangelistas cuentan acerca de la pasión y muerte de Cristo.

Sobre todo, porque la intención fundamental de los evangelios no fue relatar cronológicamente una historia, que también lo hacen, aunque con algunas lagunas temporales, sino dejar constancia de unos hechos que a la postre supusieron una ruptura histórica y religiosa considerable. Aquellos acontecimientos trajeron un cambio de era y supusieron una escisión evidente del judaísmo para alumbrar la etapa cristiana que, con luces y sombras, pervive desde hace veinte siglos.

De aquella Pascua vivida a la luz de las normas judías se pasó a una nueva liturgia, a la Pascua cristiana instituida a raíz de la llamada Última Cena.

Aquella narración, sin duda, se ha ido convirtiendo desde entonces en el hecho más representado en la historia del hombre. El cristianismo, primero desde las catacumbas y después desde los órganos más importantes de un poder civil a menudo en connivencia con el religioso, dio paso a una amplísima representación artística, arquitectónica e incluso costumbrista que ha dejado hasta nuestros días un catálogo iconográfico en el que es precisamente la pasión y muerte de Cristo la más representada.

Y precisamente en esta última semana de marzo, con desigual fortuna, arrancó el pasado domingo. una de las tradiciones más arraigadas de la cultura cristiana, sobre todo en Andalucía, con esa mezcla en principio homogénea de arte, tradición, religiosidad popular, fervor y curiosidad que recorrerá las calles durante esta Semana Santa para recordar aquellos hechos de hace casi 21 siglos en Jerusalén. Aquel ajusticiamiento de un hombre inocente cuya crítica actitud hacia el religioso poder establecido de entonces, con el trasfondo político de la dominación romana de Judea, le llevó a la pena de muerte.

De aquellos hechos conocemos por los evangelios, para la Iglesia la única y fidedigna fuente, pero también por los textos de algunos historiadores de aquel primer siglo, como Flavio Josefo o Tácito que hablaron de Jesús, de sus seguidores y de su proceso judicial ante las autoridades religiosas judías y ante los gobernantes civiles que representaban el poder romano. Otros detalles más discutidos de aquella semana de pasión han llegado hasta el presente mediante la tradición y, en menor medida, a través de los evangelios apócrifos, aquellos no reconocidos por la Iglesia pero que también han aportado a la iconografía cristiana, y a veces incluso a los ritos y ceremonias, hechos y personajes más ficticios que reales.

Como es normal, en la interpretación de aquellos acontecimientos se mezclan la historia, la tradición y la teología, en estratos a veces independientes, a veces entrelazados, de manera que se hace en algunos momentos muy difícil separar unos de otros para despejar incógnitas y dudas que, al final, sólo pueden entenderse en el personal e intransferible marco de la fe y las creencias, lo que sobrepasa la pretensión de este artículo.

A diferencia de los relatos evangélicos que hablan de la infancia de Jesús, que sólo aparecen en Mateo y Lucas, los textos de la pasión y muerte, del prendimiento y juicio de Jesús, se encuentran en los cuatro evangelios y mantienen una línea argumental muy semejante aunque con los lógicos estilos literarios de cada autor y la inclusión de algunos pasajes personales con los que se pretende hacer llegar algún mensaje especial para cada comunidad cristiana para los que fueron escritos.

Los textos de la pasión, además, fueron los primeros que escribieron los evangelistas. Así fue. Los evangelios se comenzaron a escribir por el final, por la muerte y la resurrección de Cristo, porque se entendía que esos acontecimientos eran los fundamentales para aquel cristianismo incipiente que trataba de hacerse un hueco en la sociedad de la época y que, evidentemente, encontró en el judaísmo su primer conjunto de seguidores y adeptos, antes de echar redes entre los gentiles, los romanos, los pueblos griegos y, paulatinamente, al resto del orbe entonces conocido para conformar esa iglesia que escogió, por su carácter universal, el nombre de católica.

Nacidos en principio de la tradición oral, que fue la que sirvió para transmitir los primeros testimonios de quienes habían conocido a Jesús, fue cuando los primeros testigos fueron muriendo cuando se consideró necesario escribir aquellas historias. Y comenzaron por el final, por los últimos días de Jesús, para después escribir sus dichos y hechos y, finalmente, los relatos de la infancia, quizás cuando se fue confirmando su importancia histórica y, como cualquier personaje relevante de la época, se optó por construir un relato sobre su nacimiento con testimonios desde luego mucho más lejanos e indirectos.

Aunque en menor medida que los relatos de la infancia de Jesús, los de la pasión y muerte también se han visto transformados en su representación por el magnetismo que pudieron ejercer en otras épocas los evangelios apócrifos, uno conjunto de textos que la Iglesia siempre ha considerado más cerca de la fantasía que de la realidad y que no contienen, a decir de los exégetas, ni el más mínimo gramo de teología. Pero este rechazo no ha impedido que algunos personajes hayan cobrado cierta relevancia. No en el grado de los relatos de la infancia –con el nombre de los Reyes Magos, la mula y el buey…–, pero sí con ejemplos como la Verónica, aquella mujer que limpió el rostro de Jesús camino del monte Calvario, que no aparece en los evangelios oficiales y que, sin embargo, ha tenido hasta hace unas décadas protagonismo propio en la celebración del vía crucis con una de las estaciones dedicada a su gesto hasta que fue retirada por el Vaticano.

O el nombre de los dos malhechores crucificados junto a Jesús, el ladrón bueno y el ladrón malo en la acepción popular, que son Dimas y Gestas según los apócrifos y que en algunos de estos textos eclesialmente no oficiales aparecen en algún que otro relato de la infancia apócrifa de Jesús. O el nombre del romano que dio la lanzada a un Jesús ya fallecido, a quien la tradición y solo la tradición, que no los evangelios, le dio el nombre de Longinos.

Pero en su conjunto, los relatos de la pasión y muerte de Jesús se ciñen en su aceptación eclesial e histórica a los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas –los llamados sinópticos– y al de Juan, el texto más personal y diferente del resto, y cuya pasión mantiene la línea más lírica y de estética profunda que caracteriza al llamado cuarto evangelio. Los responsables de interpretar estos textos destacan la ausencia de elementos escabrosos en todo el castigo corporal que recibe Jesús. Se relata el escarnio, las burlas, los golpes, los azotes, la crucifixión..., pero sin reparar en exceso en los detalles de un sufrimiento que tuvo que ser evidente. Incluso no se esconde la angustia tan humana que Jesús siente en el monte de los Olivos cuando ve acercarse su final.

Y lo que en estos días va a desfilar por las calles de Cádiz y de prácticamente toda Andalucía no es más que la representación artística de aquellos días de abril del año 30 –o 33, 34, 36...–, una religiosidad popular cuyas imágenes se basan en esos acontecimientos, pero que, en muchas ocasiones, sí dejan entrever por ejemplo ese sufrimiento mucho más que el propio relato evangélico, que aunque no está dulcificado sí huye de cualquier detalle excesivamente escabroso.

¿Pero cómo terminó Jesús condenado a muerte? ¿Cómo acabó en la cruz una persona que pasó su vida diaria, como otras tantas de aquella época, predicando a partir de las escrituras judías e incluso proclamándose mesías? Importante es en este punto echar mano del contexto histórico, con la dominación romana del territorio y la autonomía religiosa que lograron mantener las autoridades judías, con un grupo rebelde, hoy podríamos decir incluso terrorista, como los zelotes que lucharon contra la ocupación romana. Entre los apóstoles de Jesús hubo uno: Simón el zelote.

Jesús, en su llamada vida pública, no se enfrentó a los romanos según lo relatado por los evangelistas. Incluso podríamos decir que abogó por una posible separación de poder entre lo religioso y lo político –“A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”, por ejemplo–. Pero sí fue duro, muy duro, con los fariseos y los saduceos, aquellos a los que llamó sepulcros blanqueados y que eran las autoridades religiosas del judaísmo. De hecho, intentaron lapidarlo varias veces.

Esta actitud crítica con las autoridades religiosas y su interpretación de algunas de las normas más estrictas de los judíos –como la ley del sábado a la que Jesús antepone al hombre y sus necesidades o el rechazo al ojo por ojo–, fue lo que llevó a Jesús al patíbulo.

Inmediatamente después de su entrada en Jerusalén, los evangelios sitúan a Jesús derribando mesas en el templo y denunciando con fuerza el negocio en el que se había convertido la religión. Aquello, posiblemente, acabó con la paciencia de los sumos sacerdotes, que echaron mano de una traición para prender a Jesús y procesarlo.
Jesús sufrió, de hecho, un doble proceso: el judío y el romano, el religioso y el político. En el primero, la acusación es la de declararse hijo de Dios y Mesías, pero cuando comparece ante Pilato y Herodes el delito cambia al de haberse declarado rey de los judíos, lo que políticamente podría ser entendido como un delito de rebelión ante César Augusto y su dominación.

Lo que viene después, con un Jesús que casi renuncia a su defensa con su silencio o sus monosílabos, es esa condena popular instigada por las autoridades religiosas y que acabó con el pueblo pidiendo la liberación de un asesino. Ese plebiscito que para la historia quedó, al decir de algunas interpretaciones, como uno de los gérmenes del antisemitismo.

Lo cierto es que las autoridades religiosas lograron la condena de Jesús y su muerte en cruz, posiblemente en una empalizada preparada al efecto al que el reo sólo tenía que llevar en su camino público uno de los dos palos. Clavado posiblemente por las muñecas, los evangelistas sí detallan, algo inusual en la mayoría de pasajes evangélicos, la hora de la muerte para indicar su cercanía al comienzo del sábado, motivo por el que se acelera el descendimiento de la cruz y su paso al sepulcro.

El final de los relatos, la resurrección y las apariciones a las mujeres y los discípulos, se ciñe al exclusivo ámbito de la fe, personal e intransferible, y precisa quizás de otro tipo de enfoque.

 


 

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